jueves, 27 de enero de 2011

Desesperación (fragmento)

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En el asiento trasero apenas quedaba espacio para las piernas. Como no podía ser de otro modo, pensó Peter, ofuscado; un hombre de aquella estatura tenía que echar el asiento totalmente hacia atrás. Había pilas de papel en el suelo, detrás del asiento del conductor (con el respaldo combado por el peso del policía), y también en la bandeja posterior. Peter cogió una hoja, manchada con un ruedo de café seco y arrugado, y vio que era un impreso de la Asociación de Lucha contra la Droga. En la parte superior incluía una fotografía de un chico sentado ante una puerta. Tenía una expresión aturdida y desorientada (idéntica de hecho a la que se advertía en el rostro de Peter en ese momento), y el ruedo de café circundaba su cabeza como una aureola. El epígrafe rezaba: LA ADICCIÓN SERÁ TU PERDICIÓN.

... En el interior del coche patrulla una rejilla separaba la parte delantera de la trasera, y en las puertas no había manecillas para bajar las ventanillas ni tiradores. Peter había comenzado a sentirse como el personaje de una película (la que acudía a su mente con mayor insistencia era "El expreso de medianoche") y aquellos detalles acrecentaron aún más esa sensación. El sentido común le decía que había hablado ya demasiado de demasiadas cosas, y que por el bien de Mary y por el suyo propio le convenía permanecer callado, al menos hasta que llegasen a donde el policía tuviese intención de llevarlos. Era probablemente lo más sensato, pero no lo más sencillo. Peter sentía el irresistible impulso de explicar al policía que un grave error acababa de cometerse: él era profesor adjunto de literatura, especializado en narrativa norteamericana de posguerra; recientemente había publicado un erudito artículo titulado: “James Dickey y la nueva realidad sureña” (un ensayo que había desatado una notable controversia en los círculos académicos), y además no había fumado droga desde hacía años. Deseaba decirle que quizá su nivel cultural fuese ligeramente alto para los patrones de aquella parte de Nevada, pero que en el fondo no era mala persona.
... Miró a Mary, que tenía los ojos anegados en lágrimas, y de pronto se avergonzó de la actitud egoísta que se reflejaba en sus pensamientos: todo era yo, yo, yo, y mi, mi, mi. Su esposa estaba también metida en aquello; no debía olvidarlo.
... -Pete, tengo miedo –dijo Mary en un susurro, casi un gemido.
... Peter se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla. Notó su piel tan fría como el alabastro.
... -Saldremos de ésta –aseguró-. Lo aclararemos todo
... -¿Palabra de honor?
... -Palabra de honor.
... Después de obligarlos a entrar en la parte trasera del coche patrulla, el policía había vuelto al Acura. Llevaba casi dos minutos observando el interior del maletero; no registrándolo ni revolviéndolo, sino mirándolo fijamente con las manos cruzadas tras la espalda, como hipnotizado. De pronto se sacudió como alguien que acabase de despertar de una siesta, cerró el maletero, sacó las llaves de la cerradura, se las guardó en un bolsillo, y regresó al Caprice. El coche patrulla se decantó hacia la izquierda cuando él subió a bordo, y los amortiguadores de ese lado emitieron un quejido de cansancio pero a la vez resignación. El respaldo de su asiento se combó más aún, y Peter hizo una mueca al quedarle aprisionadas las rodillas.
... ¿Por qué me habré sentado en este lado?, pensó, pero ya era demasiado tarde para cambiarse. Demasiado tarde para muchas cosas, en realidad.
... El motor del coche patrulla estaba en marcha. El policía accionó la palanca de cambios y abandonó el arcén. Mary volvió la cabeza y vio alejarse el Acura. Cuando miró de nuevo al frente, las lágrimas se habían desbordado de sus ojos y le resbalaban por las mejillas.
... -Escúcheme, por favor –dijo, dirigiéndose al enorme cráneo rubio y rapado que sobresalía del asiento delantero. El policía se había quitado el sombrero, y entre su coronilla y el techo del Caprice quedaba a lo sumo un espacio de medio centímetro-. Por favor, intente comprender. Ese coche no es nuestro. Me consta que eso lo sabe porque ha visto el certificado de matriculación. Es de mi cuñada. Está siempre fumada, y tiene la mitad de las neuronas…
... -Mare –intentó contenerla Peter, apoyándole una mano en el brazo.
... -¡No! ¡No estoy dispuesta a pasarme el día contestando a un interrogatorio en una comisaría inmunda, o quizá en una celda, porque tu hermana sea una egoísta, una descuidada y… y… y una hija de puta!
... Peter se reclinó en el asiento –la presión en las rodillas seguía siendo intensa pero supuso que la resistiría- y miró por la polvorienta ventanilla. Se hallaban ya a dos o tres kilómetros del Acura, y más adelante divisó algo en el arcén del carril contrario. Era un vehículo. Algo grande. Quizá un camión.
... Mary había dejado de mirar al policía a la nuca e intentaba establecer contacto visual con él a través del retrovisor.
... -Deirdre tiene la mitad de las neuronas inservibles y la otra mitad de vacaciones permanentes. Está “quemada”, agente, ése es el término exacto; seguramente incluso aquí habrá visto usted gente así. Lo que ha encontrado bajo la rueda de repuesto es droga probablemente, quizá en eso tenga razón, ¡pero no es nuestra! ¿No lo entiende?
... El vehículo estacionado en el arcén más adelante estaba orientado en dirección a Fallon, Carson City y el lago Tahoe, y no era un camión sino una caravana con el parabrisas ahumado. No era uno de esos modelos mastodónticos, pero sí bastante grande. Era de color crema, y una banda verde oscuro recorría el costado de extremo a extremo. En su chato morro llevaba estampado, también en verde oscuro, el rótulo CUATRO ALEGRES TROTAMUNDOS. Estaba cubierta de polvo y se hallaba ladeada de un modo poco natural.
... Cuando se acercaron, Peter advirtió un detalle extraño: todas las ruedas visibles parecían deshinchadas. Le dio la impresión de que los neumáticos del doble eje trasero del lado del acompañante estaban también deshinchados, pero no llegó a verlos. El estado de los neumáticos explicaba la anómala inclinación de la caravana, pero ¿cómo podían pincharse tantas ruedas simultáneamente? ¿Clavos en la carretera? ¿Acaso fragmentos de cristal?
... Peter miró a Mary, pero ella mantenía la vista fija en el retrovisor con expresión colérica.
... -Si hubiésemos escondido nosotros la bolsa de droga bajo la rueda –prosiguió-, si fuese nuestra, ¿por qué demonios iba Peter a sacar la rueda y permitirle a usted que viese la bolsa? Bien podría haber metido la mano por el hueco para sacar la caja de herramientas. Habría resultado un poco incómodo, pero había espacio de sobra.
... Pasaron junto a la caravana. La puerta lateral se hallaba entornada. La escalerilla estaba bajada, y al pie yacía una muñeca cuyo vestido se agitaba al viento.
... Los ojos de Peter se cerraron. No sabía con certeza si los había cerrado él o se habían cerrado por propia iniciativa. Tampoco importaba mucho. Sólo sabía que el policía había pasado de largo junto a la caravana inmovilizada como si no la hubiese visto siquiera… o como si para él no entrañase ya ningún misterio.
... La letra de una vieja canción flotó en su memoria: “Algo ocurre aquí… pero no sabemos claramente qué…”
... -¿Le parecemos estúpidos? –preguntó Mary mientras la caravana menguaba tras ellos, menguaba como el Acura unos minutos antes-. ¿O drogados? ¿Cree que estamos…?
... -Cállese –ordenó el policía. Pese a hablar con un tono sosegado, la virulencia de su voz no pasó inadvertida.
... Mary, inclinada en el asiento, permanecía agarrada a la rejilla que los separaba de la parte delantera. De pronto dejó caer las manos y se volvió hacia Peter con cara de estupefacción. Era esposa de un profesor universitario, escribía poesía y había publicado sus versos en más de veinte revistas desde sus primeros intentos hacía ya ocho años, acudía a una tertulia de mujeres dos veces por semana, y había considerado seriamente la posibilidad de colgarse un aro de la nariz. Peter se preguntó cuándo la habían hecho callar por última vez. Se preguntó si alguien la había hecho callar alguna vez.
... -¿Cómo? –preguntó, pretendiendo quizá parecer agresiva, incluso amenazadora, pero su voz reveló simple desconcierto-. ¿Qué ha dicho?
... -Los detengo a usted y a su marido acusados de posesión de marihuana con intención de traficar –declaró el policía. Hablaba sin inflexiones, como un autómata.
... Al mirar al frente Peter vio un osito de plástico sujeto al salpicadero, entre la brújula y lo que debía de ser el lector del radar para el control de velocidad. Era un oso pequeño, como el que ofrecían a modo de premio algunas máquinas expendedoras e chicle. Tenía un muelle en el cuello, y sus ojos vacíos miraban a Peter. Esto es una pesadilla, pensó, consciente de que no lo era. Tiene que ser una pesadilla. Ya sé que parece real, pero no puede serlo.
... -No habla en serio –repuso Mary, pero su voz era débil y delataba perplejidad. Era la voz de alguien sin fe en sus propias palabras. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas-. No puedo creer que hable en serio.
... -Tienen derecho a permanecer en silencio –prosiguió el policía con voz de autómata-. Si deciden hablar, todo lo que digan podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado. Voy a mataros. Si no pueden pagar a un abogado, el estado les proporcionará uno. ¿Han comprendido sus derechos tal como se los he explicado?
... Mary miró a Peter con los ojos muy abiertos y expresión de terror, preguntándole tácitamente si había oído la frase que el policía, sin alterar el tono de voz, había insertado entre las otras. Peter asintió con la cabeza. La había oído con toda claridad. Se llevó la mano a la entrepierna, convencido de que encontraría húmedo el pantalón, pero no se había orinado. Al menos, no todavía. Rodeó a Mary con un brazo y notó que temblaba. Seguía pensando en la caravana que habían dejado atrás: la puerta entornada, la muñeca tumbada boca abajo en la tierra, la mayor parte de los neumáticos pinchados. Y estaba también el gato muerto que Mary había visto clavado a la señal de velocidad máxima.
... -¿Han comprendido sus derechos? –repitió el policía.
... Actúa con normalidad, se dijo Peter. Dudo mucho que este individuo sepa lo que dice, así que actúa con normalidad.
... Pero ¿en qué consistía la normalidad cuando uno viajaba en el asiento trasero de un coche patrulla conducido por un hombre loco de atar, un hombre que acababa de anunciar que los mataría?
... -¿Comprenden sus derechos? –preguntó la voz de autómata.
... Peter abrió la boca, pero no consiguió articular palabra.
... El policía volvió la cabeza. Su cara, antes rosada por efecto del sol, había palidecido. Sus ojos se habían agrandado y sobresalían de las cuencas como canicas. Se había mordido el labio inferior, como cuando alguien trata de reprimir una intensa ira, y un hilillo de sangre le corría mentón abajo.
... -¿Han comprendido sus derechos? –gritó el policía con la cabeza vuelta, avanzando por la carretera vacía a más de ciento veinte kilómetros por hora-. ¿Han comprendido sus derechos? ¿Sí o no? ¿Sí o no? ¡Conteste, judío de Nueva York!
... -¡Sí! –respondió Peter-. Los hemos comprendido, ¡pero, por el amor de Dios, no aparte la vista de la carretera!
... El policía siguió observándolos a través de la rejilla, con la cara pálida y la sangre manando del labio. El Caprice, que había empezado a desviarse hacia la izquierda, invadiendo casi por completo el carril contrario, enderezó poco a poco su trayectoria.
... -No se preocupe por mí –dijo el policía, moderando de nuevo el tono de voz-. Tengo ojos en la nuca. De hecho, tengo ojos en todas partes. Más le vale que no lo olvide.
... De pronto se volvió de nuevo al frente y redujo la velocidad a noventa. Peter notó de nuevo su peso en las rodillas, comprimiéndoselas dolorosamente.
... Cogió las manos de Mary entre las suyas. Ella le apoyó la cabeza en el pecho, y Peter percibió los sollozos que intentaba contener. La sacudían como el viento. Miró por encima del hombro de Mary a través de la rejilla. En el salpicadero, la cabeza del oso se mecía sobre el muelle
... -Veo agujeros como ojos –dijo el policía-. Tengo la mente llena de esos agujeros.
... No volvió a hablar hasta el pueblo.



(Stephen King: Desperation, 1993.)

domingo, 9 de enero de 2011

El olvido

En la otra orilla de la noche
el amor es posible

-llévame-

llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria

Alejandra Pizarnik.