viernes, 28 de septiembre de 2012

Colectivos

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... Una noche, Marcos volvía cansado de trabajar. Últimamente estaba agotado en general, apático, desganado de todo. Cada vez tenía menos ganas de cumplir sus obligaciones. Creía que no tenía sentido hacerlo, ya que el mundo seguiría funcionando de una u otra manera.
... Sentado en el asiento del fondo del colectivo, Marcos trataba de sacar fuerzas de cualquier lado. No le gustaba pensar así, aunque se sintiera de esa manera. Trataba de encontrar razones, mínimas siquiera, para que su esfuerzo tuviera algún provecho. Mientras escuchaba un disco que le encantaba, se convencía de a poco de que lo que hacía era necesario, que otros también lo podían hacer, pero que ahora le tocaba a él estar en ese lugar, y tenía que ocuparlo de la mejor manera posible, y, así, quizás alguna vez alguien lo reconociera y dejara de ser alguien anónimo haciendo cualquier cosa para ser alguien que hacía algo importante. El mundo contaba con el apoyo y el respaldo de las cosas que debían ser hechas y que eran hechas, fuera quien fuese el que lo hiciera.
... Un poco más convencido, le prestó más atención al disco que escuchaba. Justo empezaba una canción que le encantaba, y que empezaba con el cantante diciendo el nombre de la pieza. Trató de pensar que el mundo era como esa grabación: siempre firme, siempre inmutable en su orden interno, se podía confiar en que funcionara siempre ya que todos cumplían sus papeles sin problemas.
... Pero de pronto algo lo desconcertó. El cantante siempre empezaba diciendo "New" y "Found" y "Land", pero esta vez no escuchó la primera palabra. ¿Podía ser que una grabación se equivocara? No, no era posible, algo así era inconcebible. Retrocedió la canción y sí, ahí estaba. "New" y "Found" y "Land", todo en su sitio, como debía ser.
... Pero cuando alguien tiene la posibilidad de corregir un error, ¿no lo hace? Seguramente que sí. ¿Eso era garantía de que se había equivocado? No necesariamente, pero podía ser. El tiempo pasa, y él se lleva toda posible demostración y/o refutación de los hechos. Y Marcos veía que el mundo seguía. Algo infalible falla, nadie se da cuenta, el mundo vive como siempre, y él solo se hace problema. Allí, en ese momento, encontró la justificación para cumplir sus obligaciones a desgano, encontró lo que necesitaba para seguir adelante aunque nadie se lo reconociera.
... Al día siguiente, luego de desayunar, Marcos se suicidó.

Una planta extraña en el jardín

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... Después de lo que hizo el tonto de Hugo, justo al día siguiente, descubrió debajo del peral una hoja tímida. Solanácea intrusa. Yuyo, hierba mora. Estuvo a punto de arrancarla pero algo lo detuvo. Alzó la mirada hacia las ramas oscuras del árbol y volvió a la casa. Desde entonces, todas las mañanas, daba un largo paseo por el jardín. Alguien tenía que ocuparse de las plantas de Hugo. Hablarles, como él lo hacía; regarlas si era necesario, acariciarlas y hacerles ver que uno estaba allí, que a falta de la presencia de Hugo había otra presencia. El paseo comenzaba frente a los esbeltos tallos de las Kentias Forsterianas, continuaba junto a las rizadas superficies de las Scolopendrium Vulgaris, hacía un alto prolongado frente a las hojas relucientes del Ficus Pandurata. Todas las plantas parecían aceptarlo; devolvían rumorosamente las palabras apenas murmuradas; fingían quizás no darse cuenta de que él no era Hugo, aunque se diferenciaban tanto, aunque Hugo era distinto y no tenía casi nunca ganas de reír ni de divertirse y se entretenía en el jardín, todo el día en el jardín, hasta que llegaba la noche y entonces sí, todo cambiaba, recibían a los amigos o se iban al teatro o al cine y después estaban juntos y pensaban que no había nada mejor, los dos para siempre y todas esas cosas. Sí, las plantas disimulaban o se resignaban. Menos la insolente que crecía debajo del peral, sin que nadie la hubiera sembrado, echando cada día un brote nuevo, replegándose cuando él estiraba la mano amenazante y volviéndose a expandir cuando se alejaba, indeciso, volviéndose dos o tres veces, anatematizándola con miradas criminales pero sin atreverse a arrancarla. Alguna vez pensó en lo que Hugo hubiera hecho con ella, pero nada podía deducirse. Hugo estaba tan cambiado en los últimos tiempos y él se sentía culpable, culpable por algo concreto, claro que sí, un desapego creciente y las fugas en el Peugeot de Gustavo hacia las playas y las noches bullangueras y escandalosas en algún party sin Hugo, con los demás, con los disfraces y la música y la risa y la vida y después el regreso y los silencios de Hugo, sus miradas tristonas, sus mudos reproches, su estúpida manera de quedarse callado con la asquerosa cursilería del primer movimiento de la Patética de Tchaikowsky y lágrimas en los ojos. Después pasó lo que pasó, y Hugo ya no estaba pero estaba el jardín, las plantas que él había cuidado tanto, con tanto amor cotidiano, gota a gota, sin desfallecimientos, con la misma perruna fidelidad que tenía en el amor y en todas las cosas. Las plantas parecían aceptar el reemplazo: él en lugar de Hugo. Salió como todos los días, preparó la manguera y los paquetes de abono. Estaba nublado. El primer indicio de guerra lo tuvo cuando lo rasguñaron las puntas afiladas del Phoenix Canariensis, el segundo cuando el habitualmente tierno Scindapsus Aureus mostró una extraordinaria aspereza, el tercero al ver que el Philodendrum Erubescens había decidido marchitarse y morir sin previo aviso.
... Fue entonces cuando buscó el cuchillo, decidido a asesinar de una vez a la intrusa que crecía solapadamente debajo del peral. Avanzó a pasos firmes, arrancó en el camino algunos inocentes brotes recién nacidos. Se detuvo finalmente debajo del peral. Del peral de Hugo. Hugo. El jardín de Hugo, las plantas de Hugo, Hugo por todas partes. Con el cuchillo empezó a excavar alrededor de la planta rebelde, maldita, instigadora de conspiraciones vegetales, Circe, yuyo de porquería. Cuando la tierra estuvo suficientemente removida, tomó las hojas con firmeza y tiró. La planta salió de raíz y dando un grito espantoso. Un grito de ultratumba. La raíz tenía exactamente la forma del blanco cuerpo de Hugo, pálido y azulado y desnudo, con el rostro abotagado y los miembros laxos, tal como lo viera aquella noche, ahorcadito a la luz de la luna, colgando de una rama del peral, con alguna gota de esperma pendiente todavía, lista para caer donde ya habían caído otras, en ese lugar donde crecería luego la mandrágora.

Eduardo Gudiño Kieffer: Fabulario, 1969.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Nocturno II

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... Al filo de la medianoche te vi,
bailando entre destellos de eterna oscuridad;
tus ojos brillaban con el reflejo de la pasión,
pasión por lo oculto e inasible.
... Te llamé: grité tu nombre
en el mudo sonido del giro estelar.
... No me escuchaste, y te perdiste:
te fuiste navegando por el aire,
por el frío aire que nos separaba,
por el cálido aire que nos mataba.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Instrucciones para barrer

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... Tome la escoba como si fuera el cuerpo de su amadx. Invítelx a danzar por la totalidad del local. Abstráigase del mundo. En ese momento son sólo ustedes dos, más la satisfacción de, finalizado el baile, sentir un bello ambiente.

Natanaella